La historia de la llegada de Colón y sus seguaces al continente que luego se llamó América sigue siendo un cúmulo de contradicciones. Más o menos como en los versículos de la Biblia, un párrafo se contradice con el posterior.
En la época de Colón ya se sabía de la redondez de la Tierra y de rutas secretas que llevaban hacia tierras lejanas y exóticas donde se extraían productos de uso común en Portugal, España, Francia e Italia. No era un secreto para nadie que el “palo Brasil”, de donde se obtenían un pigmento para teñir los tejidos con color púrpura y la trementina para diluir aceites, provenía de “tierras calientes”, de selvas similares a un paraiso que quedaban “del otro lado de la mar océano”. Sólo que las rutas y las cartas náuticas eran celosamente custodiadas por los portugueses para proteger el monopolio de dichos productos.
Documentos de la época muestran a un Colón desesperado por lograr un lugar privilegiado en ese “jet set” de pilotos y navegantes que se enriquecían a manos llenas con los tráficos de mercaderías y especies que se obtenían en costas desconocidas. Lo muestran como un ávido deseoso de participar del festín, resentido por no encontrar financiadores que le permitieran alcanzar un puestito en ese mundillo particular de comerciantes enriquecidos sin gran esfuerzo. Caminó todas las cortes, tocó todas las puertas posibles para lograrlo...y encontró por fin dos reyes tan pagados de sí, tan autocomplacientes por las victorias obtenidas contra los moros, que, magnánimos ellos, le entregaron tres cáscaras de nuez y tripulaciones de delicuentes liberados para que fuera hacia Cipango; para que trajera al menos un poco del oro que el libro de Marco Polo “Il Milione” describía. Le prometieron el cargo de almirante si lo lograba. Pero Cipango era la China, la tierra que hospitaba un gran imperio. Y Colón fue a la aventura sin ser un diplomático. Al contrario, se sentía un conquistador.
¿Qué hubiera sucedido si Colón no se hubiera equivocado y hubiese desembarcado realmente en China? Ya me lo imagino llegando a una playa llena de sampangs y de pescadores. Habría plantado el famoso tronco, el “potro del tormento”, el “palo de la ley” donde estaban escritos los mandamientos básicos que un rey lejano pretendía hacer respetar. Colón se habría tirado por el suelo, se habría retorcido a derecha y a izquierda mimando un acto sexual con la tierra, habría cortado puñados de pasto y los habría lanzado al aire imprecando plegarias al cielo. Un cura sucio por meses de navegación le habría dado una pequeña hostia para calmarlo y, obligándolo a envainar de nuevo la espada, lo habría conducido hasta donde el escribano mayor del reino había armado un escritorito de opereta. Este escribano, con palabras solemnes, le habría entregado el título pomposo de almirante de todos los océanos y declarado en forma altisonante que “estas nuevas tierras fueron conquistadas para el usufructo del reino de Castilla” y pertenecen, por orden divina y a partir de ahora, al rey y a la reina de España, que se comprometen a “evangelizar a los nativos que encuentren”. Los pescadores chinos los habrían mirado como una comparsa de actores de campaña, habrían reído y aplaudido y, luego, habrían seguido con sus redes y sus pescados. Sin darle más importancia que a un evento raro, pero sin mayor relevancia.
Pero, como siempre, no faltó el buey corneta que fue a avisar a las autoridades. Especialmente cuando Colón y sus delincuentes pretendieron comida usando malos modales y sin intención de pagar. Al alba del día siguiente, seguro, Colón, el cura y todos los maltrazados de su tripulación se encontraron de frente a un pelotón de chinos con lanzas enristradas y un comisario que les preguntaba a los gritos “¿Quién es el capo aquí?” Colón se enorgulleció de tener que mostrar su flamante título de almirante tan rápido y dió un paso al frente: “Soy yo, el almirante de todos los océnos Cristóbal Colón. Representante de sus majestades católicas los reyes de España, Castilla y Aragón, dueños y señores de estas tierras”, dijo con la frente bien alta. La piña que recibió en la boca del estómago lo dobló en dos y lo hizo caer de rodillas boqueando.
El comisario chino seguía a los gritos, alzando el pedazo de papel arrancado del “potro”. “¿Quién escribió esto?”. El cura trataba de pasar desapercibido, lo mismo que el escribano, que se escondía detrás de la chusma marinera. El silencio general no impidió, por cierto, que todos fueran esposados y conducidos a la central de policía más cercana.
Fueron acusados de intentar invadir un país soberano, de declarar guerra fuera de las convenciones usuales de la época, de pertenecer a una secta de fanáticos que se creen los dueños del mundo, de daños a la pesca y de amenazas a la población local, de faltar al decoro y a la higiene y de realizar actos obscenos en sitios públicos y a la luz del día. Un tribunal los habría condenado a cárcel de por vida y encerrado en un cuartel en las montañas más remotas del país. El emperador de la China, enterado por sus cortesanos del evento, se alzó de espaldas y siguió hablando de otra cosa. Los reyes de España, pasado un tiempo prudencial, se habrían alzado de espaldas y habrían dado por perdida la expedición.
Qué desgracia que en medio del océano hubiera un continente que cortaba el camino a Cipango y con habitantes mucho más condescendientes que los altivos y belicosos chinos!!!. A ninguno de estos habitantes se les ocurrió preguntar a Colón con cuál derecho venía a plantar un palo en playa y a decretar la propiedad privada de mares, montañas, lagos y ríos. Con cuál derecho los obligaban a trabajar para ellos y con cuál derecho los obligaban a adorar un dios desconocido y malvado. No, no se les ocurrió; el sentido de hospitalidad fue mucho más fuerte que la desconfianza. Qué pecado.
En la época de Colón ya se sabía de la redondez de la Tierra y de rutas secretas que llevaban hacia tierras lejanas y exóticas donde se extraían productos de uso común en Portugal, España, Francia e Italia. No era un secreto para nadie que el “palo Brasil”, de donde se obtenían un pigmento para teñir los tejidos con color púrpura y la trementina para diluir aceites, provenía de “tierras calientes”, de selvas similares a un paraiso que quedaban “del otro lado de la mar océano”. Sólo que las rutas y las cartas náuticas eran celosamente custodiadas por los portugueses para proteger el monopolio de dichos productos.
Documentos de la época muestran a un Colón desesperado por lograr un lugar privilegiado en ese “jet set” de pilotos y navegantes que se enriquecían a manos llenas con los tráficos de mercaderías y especies que se obtenían en costas desconocidas. Lo muestran como un ávido deseoso de participar del festín, resentido por no encontrar financiadores que le permitieran alcanzar un puestito en ese mundillo particular de comerciantes enriquecidos sin gran esfuerzo. Caminó todas las cortes, tocó todas las puertas posibles para lograrlo...y encontró por fin dos reyes tan pagados de sí, tan autocomplacientes por las victorias obtenidas contra los moros, que, magnánimos ellos, le entregaron tres cáscaras de nuez y tripulaciones de delicuentes liberados para que fuera hacia Cipango; para que trajera al menos un poco del oro que el libro de Marco Polo “Il Milione” describía. Le prometieron el cargo de almirante si lo lograba. Pero Cipango era la China, la tierra que hospitaba un gran imperio. Y Colón fue a la aventura sin ser un diplomático. Al contrario, se sentía un conquistador.
¿Qué hubiera sucedido si Colón no se hubiera equivocado y hubiese desembarcado realmente en China? Ya me lo imagino llegando a una playa llena de sampangs y de pescadores. Habría plantado el famoso tronco, el “potro del tormento”, el “palo de la ley” donde estaban escritos los mandamientos básicos que un rey lejano pretendía hacer respetar. Colón se habría tirado por el suelo, se habría retorcido a derecha y a izquierda mimando un acto sexual con la tierra, habría cortado puñados de pasto y los habría lanzado al aire imprecando plegarias al cielo. Un cura sucio por meses de navegación le habría dado una pequeña hostia para calmarlo y, obligándolo a envainar de nuevo la espada, lo habría conducido hasta donde el escribano mayor del reino había armado un escritorito de opereta. Este escribano, con palabras solemnes, le habría entregado el título pomposo de almirante de todos los océanos y declarado en forma altisonante que “estas nuevas tierras fueron conquistadas para el usufructo del reino de Castilla” y pertenecen, por orden divina y a partir de ahora, al rey y a la reina de España, que se comprometen a “evangelizar a los nativos que encuentren”. Los pescadores chinos los habrían mirado como una comparsa de actores de campaña, habrían reído y aplaudido y, luego, habrían seguido con sus redes y sus pescados. Sin darle más importancia que a un evento raro, pero sin mayor relevancia.
Pero, como siempre, no faltó el buey corneta que fue a avisar a las autoridades. Especialmente cuando Colón y sus delincuentes pretendieron comida usando malos modales y sin intención de pagar. Al alba del día siguiente, seguro, Colón, el cura y todos los maltrazados de su tripulación se encontraron de frente a un pelotón de chinos con lanzas enristradas y un comisario que les preguntaba a los gritos “¿Quién es el capo aquí?” Colón se enorgulleció de tener que mostrar su flamante título de almirante tan rápido y dió un paso al frente: “Soy yo, el almirante de todos los océnos Cristóbal Colón. Representante de sus majestades católicas los reyes de España, Castilla y Aragón, dueños y señores de estas tierras”, dijo con la frente bien alta. La piña que recibió en la boca del estómago lo dobló en dos y lo hizo caer de rodillas boqueando.
El comisario chino seguía a los gritos, alzando el pedazo de papel arrancado del “potro”. “¿Quién escribió esto?”. El cura trataba de pasar desapercibido, lo mismo que el escribano, que se escondía detrás de la chusma marinera. El silencio general no impidió, por cierto, que todos fueran esposados y conducidos a la central de policía más cercana.
Fueron acusados de intentar invadir un país soberano, de declarar guerra fuera de las convenciones usuales de la época, de pertenecer a una secta de fanáticos que se creen los dueños del mundo, de daños a la pesca y de amenazas a la población local, de faltar al decoro y a la higiene y de realizar actos obscenos en sitios públicos y a la luz del día. Un tribunal los habría condenado a cárcel de por vida y encerrado en un cuartel en las montañas más remotas del país. El emperador de la China, enterado por sus cortesanos del evento, se alzó de espaldas y siguió hablando de otra cosa. Los reyes de España, pasado un tiempo prudencial, se habrían alzado de espaldas y habrían dado por perdida la expedición.
Qué desgracia que en medio del océano hubiera un continente que cortaba el camino a Cipango y con habitantes mucho más condescendientes que los altivos y belicosos chinos!!!. A ninguno de estos habitantes se les ocurrió preguntar a Colón con cuál derecho venía a plantar un palo en playa y a decretar la propiedad privada de mares, montañas, lagos y ríos. Con cuál derecho los obligaban a trabajar para ellos y con cuál derecho los obligaban a adorar un dios desconocido y malvado. No, no se les ocurrió; el sentido de hospitalidad fue mucho más fuerte que la desconfianza. Qué pecado.
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