Se oculta furtivo en la multitud que avanza presurosa hacia la boca del
subterraneo, escapando a esa llovizna otoñal particularmente frìa. No
corresponden sus rasgos a ningùn canon conocido, pero se lo puede sospechar
envuelto en un sobretodo pasado de moda que carga en su pesada trama el olor
de las pastillas de eucaliptus. Envuelve su rostro una colorida bufanda inùtil en esta
època del año y su frente perlada delata su pèrfida compañìa.
Es un enemigo pùblico digno de ser encarcelado o puesto en cuarentena
rigurosa. Pero tambièn es una vìctima de la longitud del mes, obligado a no perder
ni un solo dìa de trabajo. Entre la resignaciòn y el rencor trabaja. Si no puede darle
la culpa a nadie de sus dolores de cabeza, decide democratizar el malestar: mal
de todos, consuelo para ninguno.
No busca un àngulo solitario al viajar, decididamente empuja la masa hacia el
interior del vagòn repleto y dentro, tose un poquito aquì, estornuda
educadamente otro poquito allà. Se corre pidiendo disculpas entre esa gente
que lo rechaza con la mirada, pero sòlo para encontrar otro campo propicio para
sembrar bacilos, gèrmenes, virus y bacterias a màs no poder.
Alcanza la perfecciòn cuando con mirada acuosa acepta el asiento cedido
por esa señora cansada de que le gotee la gripe en la cabeza. Y ahì,
còmodamente sentado, se seca la nariz con el dorso de la mano y luego la
apoya como al descuido sobre la manija del asiento delantero. Cada tanto,
envìa sus dardos envenenados contra la nuca del de adelante y si no se da por
vencido, con varios golpes de tos fuerte, lo obliga a levantarse. Una nueva
vìctima, con fe ciega en su aparato inmunitario, ocupa el lugar vacìo. Y èl
continùa impasible su juego de muerte.
Es, al fin y al cabo, un pobre tipo resentido que no tiene idea de sus potenciales
econòmicos. El rencor no le deja calcular de cuànto se pierde en comisiones si
propusiera sus servicios a las casas farmacèuticas: bastarìa la simple amenaza de
quedarse en casa para obtener enseguida un contrato fabuloso. No se da
cuenta que cuando el ministro de Salud Pùblica asusta por televisiòn con el
fantasma de la epidemia, se està refiriendo a su accionar. Respirando por la
boca, con los ojos llorosos y la cabeza ardiente, èl seguirà insistiendo en su trabajo
gratuito.
Carga otra cruz sobre sus espaldas: la maldiciòn no proferida de miles de seres
que se convierten a su vez, contra su voluntad, en monstruos de ultratumba.
Siguiendo el llamamiento atàvico, ellos, como zombies, tambièn saldràn al dìa
siguiente, blasfemando, moqueando y estornudando, a contagiar a esos
energùmenos que todavìa se dan el lujo de caminar sin pullover entre las hojas
caìdas.
subterraneo, escapando a esa llovizna otoñal particularmente frìa. No
corresponden sus rasgos a ningùn canon conocido, pero se lo puede sospechar
envuelto en un sobretodo pasado de moda que carga en su pesada trama el olor
de las pastillas de eucaliptus. Envuelve su rostro una colorida bufanda inùtil en esta
època del año y su frente perlada delata su pèrfida compañìa.
Es un enemigo pùblico digno de ser encarcelado o puesto en cuarentena
rigurosa. Pero tambièn es una vìctima de la longitud del mes, obligado a no perder
ni un solo dìa de trabajo. Entre la resignaciòn y el rencor trabaja. Si no puede darle
la culpa a nadie de sus dolores de cabeza, decide democratizar el malestar: mal
de todos, consuelo para ninguno.
No busca un àngulo solitario al viajar, decididamente empuja la masa hacia el
interior del vagòn repleto y dentro, tose un poquito aquì, estornuda
educadamente otro poquito allà. Se corre pidiendo disculpas entre esa gente
que lo rechaza con la mirada, pero sòlo para encontrar otro campo propicio para
sembrar bacilos, gèrmenes, virus y bacterias a màs no poder.
Alcanza la perfecciòn cuando con mirada acuosa acepta el asiento cedido
por esa señora cansada de que le gotee la gripe en la cabeza. Y ahì,
còmodamente sentado, se seca la nariz con el dorso de la mano y luego la
apoya como al descuido sobre la manija del asiento delantero. Cada tanto,
envìa sus dardos envenenados contra la nuca del de adelante y si no se da por
vencido, con varios golpes de tos fuerte, lo obliga a levantarse. Una nueva
vìctima, con fe ciega en su aparato inmunitario, ocupa el lugar vacìo. Y èl
continùa impasible su juego de muerte.
Es, al fin y al cabo, un pobre tipo resentido que no tiene idea de sus potenciales
econòmicos. El rencor no le deja calcular de cuànto se pierde en comisiones si
propusiera sus servicios a las casas farmacèuticas: bastarìa la simple amenaza de
quedarse en casa para obtener enseguida un contrato fabuloso. No se da
cuenta que cuando el ministro de Salud Pùblica asusta por televisiòn con el
fantasma de la epidemia, se està refiriendo a su accionar. Respirando por la
boca, con los ojos llorosos y la cabeza ardiente, èl seguirà insistiendo en su trabajo
gratuito.
Carga otra cruz sobre sus espaldas: la maldiciòn no proferida de miles de seres
que se convierten a su vez, contra su voluntad, en monstruos de ultratumba.
Siguiendo el llamamiento atàvico, ellos, como zombies, tambièn saldràn al dìa
siguiente, blasfemando, moqueando y estornudando, a contagiar a esos
energùmenos que todavìa se dan el lujo de caminar sin pullover entre las hojas
caìdas.
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