Callado, con una sonrisa beatìfica en los labios, muy cerca de su centenario, muriò los otros dìas el ùltimo vendedor de musas de la Tierra. Decir vendedor es un modo de atribuirle una actividad muy limitada, en realidad tenìa un negocito en un edificio muy antiguo, pulcro y bien aireado, donde vendìa, alquilaba y, fundamentalmente, prestaba las musas que todo ser humano necesita alguna vez en su vida para emprender el vuelo de la creaciòn.
Para ejercer su profesiòn con eficiencia, su celo lo llevaba a bucear en las almas que llegaban hasta èl con las dudas metafìsicas carcomièndoles las existencias. Con paciencia infinita, este viejito venerable, de ralo pelo blanco y lacio, hacìa sentar al mecànico en un silloncito de terciopelo azul y le servìa el tè con limòn mientras, con esa sonrisita de padre que todo lo comprende, indagaba suavemente sobre las ansias de ese poeta alunado ante la imposibilidad de que aquellas manos engrasadas no pudieran escribir las imàgenes celestiales que su mente producìa sin control. Otras veces, casi con sorna, escuchaba los lamentos del artista de prestigio que temblaba de pavura ante el vacìo y el peligro de verse caer del pedestal en el cual lo habìan posado y que era todo el sentido de su vida.
Con sus ojos celestes vivaces, recorrìa entonces sus anaqueles de viejo nogal olorosos de cera y revisaba las cajitas blancas de cartòn prolijamente alineadas y etiquetadas. Cada una guardaba una musa especìfica y ùnica en su gènero: las habìa para pianistas locos, para poetas nostàlgicos, para pintores ultramodernos y para paisajistas romànticos; para bailarinas con piel musical y para las que solamente buscaban el exhibisionismo barato de la televisiòn.
Probadas por miles de experiencias seculares, eran una garantìa segura de eficiencia y cumplimiento. Allì residìan las musas que habìan inspirado a Homero, a Platòn, a Bertrand Russell, a Alan Ladd, a Garcìa Màrquez, a Juan Rulfo, a Pelè y Maradona, al albañil que construyò la Casa de la Cascada y al arquitecto de la piràmide de Keops. Dormìan desde hacìa tiempo las musas de Neruda y de Van Gogh; mientras la de Henri Moore junto a la Irene Papas, tejìan bufanditas para el invierno sentadas en un rincòn bien iluminado, charlando de los cambios irreversibles que se producen en estos tiempos. Las otras, las que inspiraron al Che, a Sandino, a Marx, a Tupac Amaru y a Lautaro, juntas en una caja larga y grande, siempre se encontraban ocupadas en discutir y en armar estrategias a largo plazo para la toma del poder. LLoraban desconsoladas en las noches oscuras de estos dìas porque, si bien estaban en las mentes y en los labios de muchos, nadie requerìa sus servicios.
El vendedor de musas, luego de un exahustivo examen de las causas que agobiaban a sus clientes, ponìa sobre el mostrador la musa que màs se adaptaba a su diagnòstico. El precio era altìsimo para cualquiera; asì, èl las alquilaba por un tiempo prudencial a quien pudiera o tuviera medios para hacerlo; o las prestaba, si decidìa que la humanidad no podìa perder el aporte que ese artista sin dinero le ofrecerìa. Sòlo rechazò un cliente en su vida: fue aquel director de cine que buscaba a toda costa una musa que le diera la inspiraciòn necesaria para realizar el film porno màs taquillero de la temporada. Si bien dudò al principio, por su tendencia natural a satisfacer hasta los màs pequeños deseos de la gente, no podìa traicionar las musas de Fellini, o la de Spielberg, o la de Bergman; fiel a aquel principio que le hizo rechazar la compra de las musas de Hitler, Atila, el Papa Pio XII y la de Reagan y Bush, rehusò, al fin, ayudar al cineasta en apuros.
Se muriò los otros dìas y el evento fue debidamente ignorado por la prensa y no tuvo la mìnima publicidad. Posiblemente porque su desapariciòn coincidiò con las pesquisas infinitas sobre la muerte tràgica de Ladi Di y con la aparición de la enésima virgen debajo de un árbol. Pero la capilla ardiente igual se viò invadida por millares de personas que fueron a rendirle homenaje y a agradecerle por ùltima vez la ayuda recibida, el consejo preciso, la atenciòn prestada, la sonrisa còmplice, el caldo apretòn de manos que dieron sentido a sus vidas.
Para ejercer su profesiòn con eficiencia, su celo lo llevaba a bucear en las almas que llegaban hasta èl con las dudas metafìsicas carcomièndoles las existencias. Con paciencia infinita, este viejito venerable, de ralo pelo blanco y lacio, hacìa sentar al mecànico en un silloncito de terciopelo azul y le servìa el tè con limòn mientras, con esa sonrisita de padre que todo lo comprende, indagaba suavemente sobre las ansias de ese poeta alunado ante la imposibilidad de que aquellas manos engrasadas no pudieran escribir las imàgenes celestiales que su mente producìa sin control. Otras veces, casi con sorna, escuchaba los lamentos del artista de prestigio que temblaba de pavura ante el vacìo y el peligro de verse caer del pedestal en el cual lo habìan posado y que era todo el sentido de su vida.
Con sus ojos celestes vivaces, recorrìa entonces sus anaqueles de viejo nogal olorosos de cera y revisaba las cajitas blancas de cartòn prolijamente alineadas y etiquetadas. Cada una guardaba una musa especìfica y ùnica en su gènero: las habìa para pianistas locos, para poetas nostàlgicos, para pintores ultramodernos y para paisajistas romànticos; para bailarinas con piel musical y para las que solamente buscaban el exhibisionismo barato de la televisiòn.
Probadas por miles de experiencias seculares, eran una garantìa segura de eficiencia y cumplimiento. Allì residìan las musas que habìan inspirado a Homero, a Platòn, a Bertrand Russell, a Alan Ladd, a Garcìa Màrquez, a Juan Rulfo, a Pelè y Maradona, al albañil que construyò la Casa de la Cascada y al arquitecto de la piràmide de Keops. Dormìan desde hacìa tiempo las musas de Neruda y de Van Gogh; mientras la de Henri Moore junto a la Irene Papas, tejìan bufanditas para el invierno sentadas en un rincòn bien iluminado, charlando de los cambios irreversibles que se producen en estos tiempos. Las otras, las que inspiraron al Che, a Sandino, a Marx, a Tupac Amaru y a Lautaro, juntas en una caja larga y grande, siempre se encontraban ocupadas en discutir y en armar estrategias a largo plazo para la toma del poder. LLoraban desconsoladas en las noches oscuras de estos dìas porque, si bien estaban en las mentes y en los labios de muchos, nadie requerìa sus servicios.
El vendedor de musas, luego de un exahustivo examen de las causas que agobiaban a sus clientes, ponìa sobre el mostrador la musa que màs se adaptaba a su diagnòstico. El precio era altìsimo para cualquiera; asì, èl las alquilaba por un tiempo prudencial a quien pudiera o tuviera medios para hacerlo; o las prestaba, si decidìa que la humanidad no podìa perder el aporte que ese artista sin dinero le ofrecerìa. Sòlo rechazò un cliente en su vida: fue aquel director de cine que buscaba a toda costa una musa que le diera la inspiraciòn necesaria para realizar el film porno màs taquillero de la temporada. Si bien dudò al principio, por su tendencia natural a satisfacer hasta los màs pequeños deseos de la gente, no podìa traicionar las musas de Fellini, o la de Spielberg, o la de Bergman; fiel a aquel principio que le hizo rechazar la compra de las musas de Hitler, Atila, el Papa Pio XII y la de Reagan y Bush, rehusò, al fin, ayudar al cineasta en apuros.
Se muriò los otros dìas y el evento fue debidamente ignorado por la prensa y no tuvo la mìnima publicidad. Posiblemente porque su desapariciòn coincidiò con las pesquisas infinitas sobre la muerte tràgica de Ladi Di y con la aparición de la enésima virgen debajo de un árbol. Pero la capilla ardiente igual se viò invadida por millares de personas que fueron a rendirle homenaje y a agradecerle por ùltima vez la ayuda recibida, el consejo preciso, la atenciòn prestada, la sonrisa còmplice, el caldo apretòn de manos que dieron sentido a sus vidas.
Los grandes, esos que figuran en los periòdicos, los famosos en fin, no vinieron. Sòlo estuvieron presentes las amas de casa que se inspiraron con su ayuda para crear esa torta de cumpleaños inolvidable para su hijita quinceañera, los poetas de barrio que cantan canciones de amor a las señoritas que pasan frente al taller, las adolescentes que pudieron sacar alguna nota decente a un piano desentonado, los muchachos que llegaron a hacer el gol que hizo delirar a los parroquianos del bar de la esquina, el carpintero que hizo la cuna màs linda del mundo para su hijo recièn nacido, el cura que pudo encontrar la fe yèndose a trabajar en una villa miseria, la cajera de banco que pudo concientizar a miles de personas escribiendo "esto es papel pintado" en el dinero que pasaba por sus manos, e, incluso, la abuela que se convirtiò en el mejor detective del mundo para descubrir el paradero de su nieto secuestrado por la dictadura militar y restituirlo a su identidad y a su historia.
El negocito se transformò inmediatamente en una perfumerìa a la moda y se ve ahora decorado por estanterìas de plàstico rosa con lucecitas que crean una atmòsfera sofisticada. Las musas, diosas de aire, luz y mùsica, huyeron despavoridas apenas los agentes de policia, los abogados, los escribanos, los jueces, los buròcratas de la municipalidad y la vecina chismosa de al lado se pusieron a revisar todo para hacer un inventario legal y el balance final de la vida de un hombrecito que no dejó testamento y que jamàs supo explicarse el por què habìa que llenar tantos formularios y tener tantos nùmeros para poder vivir en armonìa y en paz.
Las musas ahora vagan por los cielos de la ciudad gris y chata, indiferentes a la garùa finita y àcida que les produce dolores en las coyunturas y les opaca la mirada. Algunas veces, en la madrugada frìa, vienen hasta esta ventana iluminada y miran a travès de estos vidrios empañados por el humo de tantos cigarrillos como trato de vencer la melancolìa y como me rompo los sesos delante de una pàgina en blanco o ante un adjetivo que no encuentro. Pero no son las musas adecuadas; puedo con ellas compartir un cafè, un poco de ron, charlar un rato y despuès despedirlas con un hasta luego. La que espero no viene nunca; o està dentro de mì, pero dormida. Què sè yo !
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